martes, 28 de abril de 2009

Dormir

Dormías demasiado. Te dejabas puesto el uniforme de la escuela, con todo y la falda y la blusa blanca, y hundías la cabeza entre dos almohadas hasta que se hacía de noche. Cuando despertabas, en medio de esa oscuridad que sólo era interrumpida por las luces artificiales que entraban por la ventana, y de la nostalgia que te provocaba el haberte perdido el espectáculo del atardecer, la energía que habías recuperado ya no servía de nada. Era hora de volver a dormir.

A veces, cuando no caías rendida una vez que tocabas el colchón, te ponías linda. El uniforme, que volaba hasta la canasta de la ropa sucia, era reemplazado por un vestido de flores. Tus labios se volvían rojos y tus ojos, con un par de líneas negras debajo, se veían más grandes. El cabello, reprimido durante las horas de clase, ahora era libre y te cubría la espalda. Entonces ponías el disco en la grabadora, te sentabas a la orilla de la cama, te dejabas caer, te dormías antes de que empezara la segunda canción y despertabas al final, con "Indifference".

Tu maestro de guitarra te dejaba ejercicios de tarea y, al principio, pretendías ensayar la escala pentatónica sentada en la cama, con el amplificador a tus pies. A las seis de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, te acostabas con la guitarra encima y el amplificador encendido. Después no te molestabas en repasar: abrazabas la guitarra, te enroscabas en la cama y empezabas a soñar. Nunca aprendiste a tocar.