viernes, 1 de mayo de 2009

El baterista

En ese entonces yo creía que era definitivo. Desde que sonó el teléfono y lo escuché titubear, mi cerebro recibió la señal y muy adentro se liberó la adrenalina, llevándome hacia un mundo maravilloso que casi siempre es más imaginario que tangible. Porque el amor puede crear y yo me creé un noviazgo desde el día en que nos tomamos de la mano torpemente y me pidió que fuera su novia. Se estaba dejando crecer el cabello porque estaba descubriendo el rock, tocaba la batería junto con uno de sus amigos y ensayaron todo un disco de Nirvana hasta que llegaron a odiar a Kurt Cobain. Pero en ese entonces él era fan, dibujaba fetos en sus cuadernos de la escuela y escribía poemas. "El otro día soñé que me moría. Escribí sobre eso". Caminábamos por las vías del tren que ahora están cubiertas de cemento y recorren los ciclistas. Cruzábamos puentes hechos con tablas de madera que ahora están cubiertos de metal. Nos despedíamos a mitad del camino y yo desaparecía rítmicamente, como cada vez que me siento contenta, con el cabello rebotándome en la espalda. Él escondía la cara detrás de su cortina lacia y negra, que no rebotaba nunca.

En el patio de la escuela, donde el mundo parecía demasiado interesado en mi estado emocional, en mis traumas y en la textura de mis labios, esperaba mi turno para comprar una torta. La amiga en turno, la que tenía un cuerpo envidiable que era fruto de toda una vida bailando ballet, la que tenía una fama de zorra que poco le importaba porque era demasiado inteligente, me hacía preguntas personales que yo amaba contestar: tengo un novio, ya está en la prepa, toca la batería, nos entendemos, somos iguales, soy feliz. Pero aquella dicha adolescente terminó bruscamente y como deben terminar todos los amores de secundaria. A la fila de la tiendita se sumó el hermano de mi novio, quien me confirmó, frente a mi amiga en turno, que aquél por quien yo sentía entregar equipo tenía una nueva novia, que hablaban por teléfono todas las tardes y que yo no existía más para él. La cola en la que esperábamos por el lunch se extendió tanto como el dolor de mi incauto corazón.

Difícil de comprender. El rompimiento a distancia había coincidido con la época de su transición del grunge al metal. Los cóvers de Nirvana habían quedado atrás para darle paso a los de Brujería, con todo y aquella batería en la que alguna vez había intentado enseñarme a tocar. Mis amigos se burlaban, imitaban las voces guturales de su banda, decían que era ventaja que me hubiera abandonado porque lo único que quería era dejarme embarazada y luego hacer rituales con el embrión. Aunque el dolor no duró demasiado. Mi mente dejaba de fabricar adrenalina a consecuencia de la química artificial que la invadía y lo olvidé todo. Se convirtió en el ex novio para quien nunca fui la ex novia. "¿Ves a ése, el de la batería? Me abandonó por una chica mayor que él". Los años pasaron, me uní a mi propia banda, la adrenalina volvió, compartimos escenario, Leprosy nos introdujo en el mismo auditorio, me lo encontré en la calle y ambos nos ignoramos.

Hace tres días abordé un camión. El mal humor me condujo a pelear con una mujer que ocupaba mi asiento y nos obligaba, a mi acompañante y a mí, a sentarnos en lugares separados. Entonces él, el baterista, con una especie de mohawk en lugar de la cortina negra, perforación en la nariz y playera de Hatebreed, se levantó para cedernos los dos asientos que tenía. Me dijo hola y tardé demasiado en reaccionar para devolverle el saludo, pues estaba acostumbrada a no verlo jamás.

Ahora me dejó un comentario cordial en MySpace. Ahora voy a responderle. Ahora voy a tomarlo como una reconciliación, como un "seguimos siendo amigos", como un "podemos olvidar el pasado, al fin que ya no te quiero, dame un abrazo".

martes, 28 de abril de 2009

Dormir

Dormías demasiado. Te dejabas puesto el uniforme de la escuela, con todo y la falda y la blusa blanca, y hundías la cabeza entre dos almohadas hasta que se hacía de noche. Cuando despertabas, en medio de esa oscuridad que sólo era interrumpida por las luces artificiales que entraban por la ventana, y de la nostalgia que te provocaba el haberte perdido el espectáculo del atardecer, la energía que habías recuperado ya no servía de nada. Era hora de volver a dormir.

A veces, cuando no caías rendida una vez que tocabas el colchón, te ponías linda. El uniforme, que volaba hasta la canasta de la ropa sucia, era reemplazado por un vestido de flores. Tus labios se volvían rojos y tus ojos, con un par de líneas negras debajo, se veían más grandes. El cabello, reprimido durante las horas de clase, ahora era libre y te cubría la espalda. Entonces ponías el disco en la grabadora, te sentabas a la orilla de la cama, te dejabas caer, te dormías antes de que empezara la segunda canción y despertabas al final, con "Indifference".

Tu maestro de guitarra te dejaba ejercicios de tarea y, al principio, pretendías ensayar la escala pentatónica sentada en la cama, con el amplificador a tus pies. A las seis de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, te acostabas con la guitarra encima y el amplificador encendido. Después no te molestabas en repasar: abrazabas la guitarra, te enroscabas en la cama y empezabas a soñar. Nunca aprendiste a tocar.